UNA APERTURA A LO SAGRADO
Una apertura a lo sagrado
Por doctor Bernardo Nante (preside la fundación vocación humana)
Durante la primera mitad de la vida, el ser humano se aboca fundamentalmente a “socializarse”, es decir, a insertarse en el mundo del estudio, el trabajo, la familia y la sociedad como un todo. Una vez alcanzada esa meta, comienza la segunda mitad de la vida, que requiere una mayor atención a la propia interioridad y, en definitiva, al desarrollo espiritual. C. G. Jung –quien elaboró estos conceptos a partir de antiguas concepciones y de su propia experiencia clínica–, señaló que la cura de la mayor parte de sus pacientes de entre 35 y 40 años radicaba en una apertura a lo sagrado, a la trascendencia. Por ello, el principal interés de su trabajo no residía en el tratamiento de las neurosis, sino en promover una experiencia de lo sagrado, pues solo así “… uno se libra del temor a la enfermedad”.
Ahora bien, el paso de la primera etapa a la segunda suele manifestarse críticamente, pues pareciera que el ser humano se apega de modo infantil a su estadio anterior. Jung insistía en que la persona entrada en años debería saber que su vida no asciende ni se ensancha, sino que, por el contrario, un proceso interno fuerza su estrechamiento y, en definitiva, prepara para la muerte. No obstante, la aceptación adecuada de esta situación, de hecho, permite a las personas ser más libres, vivir la etapa final de su vida con una mirada más generosa y prepararse para la muerte con una convicción o, al menos, con un vislumbre de eternidad. Sin duda, el despuntar de esta segunda etapa de la vida ofrece resistencias que se manifiestan, ya sea como un anquilosamiento de las propias convicciones, o bien como un vano intento por aferrarse a una juventud que de todas formas se pierde.
En tiempos pretéritos, no se desconocían estas resistencias; así lo sugiere de algún modo el comienzo de La Divina Comedia, de Dante, cuando el autor y protagonista que transita la “mitad del camino de nuestra vida” se encuentra perdido y sometido al asedio de pasiones infernales. No obstante, hoy esta “crisis” es aún más grave pues, salvo excepciones, no contamos con escuelas para cuarentones o cuarentonas. “¿Cuántos de nosotros, entrados en años –escribió Jung– hemos sido realmente educados en esa escuela para conocer el misterio de la segunda mitad de la vida, la vejez, la muerte y la eternidad?”.
Las religiones o las tradiciones espirituales fueron desde tiempos inmemoriales esas escuelas y hoy lo pueden seguir siendo en la medida en que ayuden a descubrir las potencias renovadoras que se ocultan en el fondo de lo inconsciente. Parece, sin embargo, que se impone cada vez más el trabajo solitario que consiste en escuchar y seguir la propia voz de la profundidad. Pero el desafío es mayúsculo e inevitable; requiere que entremos en el atardecer de la vida sin aferrarnos a ideales y valores que nos fueron provechosos en nuestra primera mitad de la vida, pero que ya no sirven. El joven comete un pecado si se ocupa demasiado de sí mismo y no se compromete con los deberes sociales; el anciano, en cambio, tiene el deber de ocuparse de sí mismo. Jung utiliza el simbolismo del Sol para referirse a la conciencia que se revierte sobre sí: “El Sol contrae sus rayos para alumbrarse a sí mismo después de haber prodigado su luz por el mundo”.
La fuente de la eterna sabiduría
Por la Dra. Teresa Mira de Echeverría (profesora de “filosofía de la naturaleza” de la usal).
En un cuento de ciencia ficción de 1957, llamado “Dio”, uno de los autores más sutiles y profundos del género -- –nos referimos a Damon Knight– nos plantea una visión paradójica y riquísima. Un símbolo de nuestra propia vida. Un mito moderno.
Imagínese una sociedad en la que nadie envejece ni muere; una sociedad “bella”, dedicada a las artes, al conocimiento y al disfrute de la vida. Un lugar sin conflictos, más que los suscitados por los debates artísticos o intelectuales. Una civilización igualitaria y justa. Y un mundo en el que, no habiendo peligros reales puesto que todos son inmortales, ni el deporte ni la exploración tienen límites. Tal sitio constituiría para muchos ni más ni menos que el Paraíso.
Ahora imagínese que en ese lugar –donde su sola imaginación basta para obtener o crear lo que desee–, hay un hombre que, de pronto, comienza a envejecer.
Para tal sociedad, acostumbrada a esa suerte de “perfección” desde hace eones, este sujeto está “enfermo”. Y, por supuesto, lo tratan con la solicitud y los casi ilimitados recursos propios de ese mundo.
Pero, en esta historia, tal “enfermedad” no tiene cura.
Sin embargo, y pese al prospecto que este mal presenta –obviamente y, a largo plazo, la mortalidad–, nuestro personaje, Dio, se da cuenta de que su condición, más allá de producirle inconvenientes físicos –para los que, claro está, no estaba preparado–, no es tan terrible como suponía. Y, sobre todo, descubre una cosa que se le revela como casi “mágica”: uno de los efectos secundarios de envejecer es crecer.
¿Y a qué nos referimos con “crecer”? Bien, a evolucionar, cambiar, transmutar; y no solo su cuerpo, sino, sobre todo, sus ideas, su punto de vista… su cosmovisión.
A medida que envejece, la forma que tiene Dio de entender y apreciar el mundo cambia. Y el supuesto “viejo” se transforma, de pronto, en el sinónimo de la “novedad”.
Pero volvamos a esa sociedad eternamente juvenil.
Pensemos un poco: en un sitio así, nada cambia realmente. Claro que se modifican los edificios y se pintan nuevos cuadros y se escriben nuevos libros… pero nada cambia, porque la visión que esos seres tienen del mundo no evoluciona con ellos. Ellos están estancados, y su sociedad, pese a ser eterna, está muerta porque está “quieta”.
Cuando Dio comienza a envejecer, cuando entra en la madurez –es decir, cuando por fin da un paso en la segunda mitad de su vida, cuando acepta realmente que no es deseable tal situación de constante infantilismo–, bebe, no ya de la fuente de la eterna juventud, sino de la fuente de la sabiduría.
Y lo hace porque su atención se modifica. Comienza a verse a sí mismo, a intentar descifrar quién es. Y podría preguntarse: ¿Cómo es posible que me esté pasando esto? ¿Qué significa madurar? ¿Envejecer, resecarse o, al contrario, “tomar dulzor”, tal como en la fruta que deja de ser agria al madurar?
Como consecuencia de esto, sus ideas son nuevas, su forma de ver el mundo es más profunda, y su alegría es más genuina y más libre de ataduras, de preconceptos, de ligaduras sociales.
Pronto, legiones de habitantes de esa civilización eterna acuden a él, no porque sea una rareza, sino porque ha introducido una forma inesperada de verlo todo. Dio tiene lo que nadie más en ese mundo eterno posee: tiene un horizonte.
Él ha visto ese horizonte, sabe que su vida tiene un fin, un límite, y lejos de apresurarse a bebérselo todo antes de que acabe, frena su paso. Se detiene, se aleja de esa sociedad a la que ya ha empujado al cambio con sus nuevos enfoques, y se retira en soledad para buscar, no su fin, sino su finalidad, su sentido.
Lo que Dio adquiere, a medida que se adentra en esa nueva etapa de su vida, es el don de la proporción, del equilibrio. Pero, sobre todo, una apertura a lo que lo trasciende. Aquel horizonte sugiere para él un más allá. ¿Cuál es esa nueva tierra? ¿Qué profundidad esconden las apariencias? Y la belleza se transfigura y el gozo se enriquece. Y nada es dejado de lado, solo “completado”.
Damon Knight nos regala esta visión estremecedora y bella acerca de la “segunda mitad de la vida” presentándola como si fuera un despertar, un nuevo comienzo: su personaje es un maestro porque aprende de sí, no de otros; y es un guía, no porque sepa a dónde va, sino justamente porque su camino es incierto. Es aquel que es capaz de alejar la mirada o de acercarla, de tomar perspectiva, de sopesar, y de hallar todo un cosmos nuevo allí donde se creía que ya nada original podía surgir.
Lleno de riquezas que han florecido a su debido tiempo, Dio es el único ser en esa sociedad que, habiendo ya dejado atrás la primavera y comenzando a adentrarse en el otoño, puede al fin “fructificar”.
Imagínese otra vez ese mundo idílico de jóvenes bellos e inmortales, hundidos en el tedio de lo inamovible… Dio, el mortal, con su profunda y simplísima fuerza recreadora, ¿no parecería, acaso, un pequeño Dio-s?
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